VEINTE MODELOS (DE ESCRITURA) PARA ARMAR
II.- Zonas residenciales
Las zonas residenciales cobran vida por la noche. Son como las casas de madera que reciben durante el día a manos llenas la luz del sol o la lluvia y luego, cuando baja la temperatura o se secan, se acomodan las maderas, crujen y se retuercen…
Aparentemente no pasa nada. Los guardas de seguridad están en su puesto, las alarmas están conectadas, las tapias y los setos de ciprés celan el interior de los jardines y los patios. Algún coche cruza las verjas o desaparece silencioso tras una puerta automática de garaje que se cierra.
Y sin embargo los gatos o los zorros se apoderan del jardín, escarban entre los montones de hojas o los cubos de basura, trepan las ratas por las paredes de la caseta de herramientas, rodean el garaje, recorren las barras de la pérgola…
De vez en cuando algún perro ladra para guardar las formas, pero están bien alimentados y no se molestan demasiado por los ruidos de la calle ni por el paso descuidado de otro perro o de otro dueño paseados por la acera…
Y sin embargo es un territorio de caza privilegiado.
No, no hablamos de ladrones ni de asaltantes nocturnos cada vez más agresivos o envalentonados que no dudan en secuestrar o torturar a los descuidados habitantes en busca de un botín.
No hablamos de los que recorren las calles en busca de restos de comida, para completar la cena, de cartones para improvisar un refugio…
No hablamos de los jubilados, de los “bricoleurs”, de los caprichosos, los afectados por el “síndrome de Diógenes”... los de Basurama…
Hablamos de “la busca” o mejor todavía del hallazgo, invento o invención, del encuentro casual, de la “trouvaille”, hablamos de los artistas que pasean por las aceras de los barrios residenciales y miran con otros ojos, con ojos de artista. En los barrios residenciales, antes de la llegada del camión de la basura, próximos a los contenedores se encuentran verdaderos tesoros para los artistas, un paraíso del desecho y de materia reciclable, el origen y el fin de todo, la construcción y la destrucción, el ciclo de la vida y la materia, el eterno retorno.
Artistas vergonzantes o furtivos, a plena luz o desvergonzados, que observan, miran, ven buscan y, de vez en cuando, encuentran, algo distinto, algo que se recoge porque su forma, su color, su consistencia, su brillo son materia de creación: se llevan hasta el taller, y allí, en el silencio, reposan y un buen día el objeto se transforma, como por milagro, en una obra de arte.
Al fin y al cabo un artista es un conquistador, o mejor dicho un descubridor, alguien que ve más allá, que va más allá.
Ya lo hicieron en su día Picasso; sólo a él se le podía haber ocurrido juntar un manillar y un viejo sillín de bicicleta para completar su “cabeza de toro”.
O Marcel Duchamp en 1917 colgando en una galería de Nueva York un urinario de porcelana blanca como una obra de arte, bajo el título de “Fuente”. José Ángel me enseña su armario-tesoro, un viejo armarito de cristales de una consulta de odontólogo, lleno de “trouvailles”, objetos del acaso, de formas y materiales imposibles.
Y ahí están como en un museo, esperando el relámpago del ojo del artista.
Mariano Ibeas
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