ERRI DE LUCA
Erri de Luca: albañil, activista, escritor y traductor del Antiguo Testamento
Erri de Luca ha sido albañil, activista y traductor del Antiguo Testamento, además de escritor y amante de la alta montaña. Procesado por llamar al sabotaje de una línea de alta velocidad, ha vertido esta experiencia con la de su juventud militante en su nuevo libro, Imposible. Dice que las causas justas lo espolean como a Rocinante.
Albañil durante 20 años, camionero para trasladar ayuda humanitaria a Bosnia, cooperante en Tanzania, alpinista, traductor de la Biblia, políglota autodidacta, exmilitante izquierdista, procesado por su defensa de los ambientalistas del Valle de Susa, lector: todas sus facetas definen a este italiano flaco, fibroso, de rostro curtido y mirada noble que se resiste a ser catalogado con la que le ha dado la fama, la de escritor. “Ahí me siento un intruso. Para mí escribir es una fiesta, no un trabajo”.
Porque Erri de Luca (Nápoles, 1950) se ha construido a sí mismo como ha construido esta casa en piedra de amplios ventanales abiertos a la claridad del sur y muros al norte con algunos paveses por los que se suele colar la luz. Hoy cae el diluvio universal, hace frío y hasta los felpudos de esta cocina están empapados en contraste con la calidez que exudan su casa y él.
“Cuando era albañil, si después de mi jornada de trabajo podía dedicar media hora a escribir, para mí se justificaba el día. Era tiempo salvado de la jornada, no un trabajo adjunto, sino todo lo contrario”, cuenta arrebujado en su silla, la misma en la que escribe a mano día tras día sobre una tabla hallada en la playa. “Si la literatura hubiera sido un trabajo, no lo habría hecho. ¿Al trabajo añadir otro trabajo? ¡Ni hablar! Entonces me habría ido a jugar a las cartas, no a escribir. Por eso no logro identificarme con gran parte de los escritores”.
Pero vayamos al principio: de niño devoró la biblioteca de su padre, un agente comercial napolitano, hijo de norteamericana, que acumulaba literatura italiana, francesa, estadounidense y sobre todo libros de historia contemporánea en los que intentar entender su tiempo. De Luca tiene un profundo sentido generacional. Las guerras, revoluciones y generaciones son temas constantes en su conversación y en su obra, y si se enganchó a los libros de historia fue precisamente porque para él no se trataba de eso, sino de una educación sentimental, una transmisión de aquello que su progenitor había vivido sin comprender. “Mi padre se encontró inmerso en las grandes catástrofes de la primera mitad del siglo sin entender nada. Al fin y al cabo, los testigos de la historia no son espectadores invitados al espectáculo, sino gente que de repente se encuentra en medio de una gran confusión sobrellevando todo lo mejor posible. Y yo quería entenderlo”, asegura.
Y así fue cómo, leyendo historia y especialmente un libro de George Orwell que le marcó, Homenaje a Cataluña (1938), cultivó los sentimientos de cólera, compasión y vergüenza que le conectaron con su militancia. A los 18 años se largó de casa y se alistó en Lotta Continua, una formación de izquierda extraparlamentaria que vivió como un movimiento arrollador, enmarcado en el furor revolucionario que agitaba el mundo y que le llevó a calabozos, persecuciones policiales y esa vida azarosa que no incluyó la clandestinidad, ni menos aún la acción armada. “Esa no fue mi lucha. Por temperamento no me puedo esconder, sino actuar en la plaza pública. Es una cuestión de claustrofobia política”, subraya con una sonrisa segura.
—¿Mereció la pena? ¿Cree que consiguieron su objetivo?
La respuesta es rápida y es “sí”. De Luca se siente parte de la última generación revolucionaria de un siglo revolucionario que cambió la geografía del mundo, que vio el fin de imperios coloniales y la caída de grandes tiranías. Mientras la insurgencia se extendía por todos los continentes, “nosotros estábamos dentro del gran horno del mundo”. Tiempos distintos de los actuales, porque esa izquierda en Italia era tan masiva desde el punto de vista poblacional y estaba tan enraizada en tantos ámbitos de la sociedad que logró grandes cosas.
“Fue el momento en que los obreros conseguimos el mayor poder, la mayor orientación de la vida social, cambiar las condiciones laborales de las fábricas… El cine se ocupaba de los obreros, la literatura también. Esas luchas han generado una energía y una conciencia tan fuertes que toda esa masa obrera llegada del sur en condiciones de opresión y miseria se unió y obtuvo resultados. Hicimos lo necesario, lo que había que hacer, y por ello fuimos la generación más encarcelada por motivos políticos de la historia de Italia”.
Sus palabras engarzan con su nueva novela, Imposible (Seix Barral), que seguramente se lee más rápido que este prólogo con el que hemos llegado hasta ella. De esto trata: un antiguo combatiente de izquierdas se enfrenta al interrogatorio de un juez que le acusa de matar al confidente que le traicionó en su juventud. Ambos, viejos compañeros de revolución, han coincidido en la montaña, el confidente se ha despeñado y el detenido intenta explicar al magistrado que todo ha sido una casualidad. Que el montañismo habita en el mismo lado de la vida que la decencia y el honor, no en el lado oscuro de la venganza. Brioso diálogo de sordos, porque a la autoridad judicial del joven juez se sobrepone siempre la autoridad moral del detenido, y a este se le impone a su vez el acartonado aparato judicial.
Y de eso va, acaso, su propia vida: del choque entre justicia y ley.
De Luca pone el ejemplo de un niño que sabe perfectamente cuándo un hecho es ofensivo y, sin tener conocimiento alguno de la ley, se queja y acierta: “Esto es injusto”. “Para mí justicia y ley son cosas distintas. La justicia es un sentimiento claro que no tiene nada que ver con la ley, que en ocasiones es contraria a la justicia”. El Parlamento italiano, por ejemplo, prohibió que los pescadores salvaran a los inmigrantes náufragos a costa de perder su propio barco. “Es una ley injusta y, por tanto, debe ser combatida, saboteada”.
Inevitablemente esta novela retrotrae a su propia experiencia ante los tribunales: en 2013 fue acusado de incitación a la violencia por defender el sabotaje de la línea de alta velocidad Lyon-Turín, un mastodóntico proyecto que durante más de dos décadas ha generado protestas contra la perforación de unas montañas del Valle de Susa que albergan amianto y pechblenda. Esta fue la frase que le llevó al banquillo: “Las mesas de negociación con el Gobierno han fracasado. El sabotaje es la única alternativa”. Y este el debate que se desató: ¿libertad de expresión o incitación a la violencia?
El Tribunal de Turín le absolvió en 2015 y el pulso judicial entre ambas miradas de la misma cuestión se convirtió en altavoz de unos ideales que plasmó en el libro La palabra contraria. “Si mi opinión es un delito, no voy a dejar de cometerlo”, reza la portada de este panfleto vibrante, indispensable en tiempos convulsos.
Aquella lucha, la de los vecinos del Valle de Susa, es una de las que defiende no porque la haya elegido, asegura, sino porque las causas le saltan a la chepa y él no puede zafarse. “Yo no busco en el periódico por la mañana qué causas me pueden interesar. Me ocurre que ellas me agitan, me llaman, me convocan. Podría apoyarlas por simpatía, desde lejos, pero cuando me llaman, para mí no es una invitación, es una orden”. Así también le llamó Médicos Sin Fronteras para subirse a un barco en el Mediterráneo y allá se fue para participar en un rescate. “Yo no decido. Es la fuerza de las cosas la que me atrapa”.
Por ello acudió a Bosnia a llevar ayuda humanitaria en cuanto empezó la guerra de Yugoslavia, la primera en el continente desde la mundial, y por ello este autor que tanto se ha referido al Quijote no se declara cervantino, sino “rocinantino”. “Yo soy de Rocinante, mi identificación es con Rocinante porque, como un caballo, también yo he sido cabalgado por distintas causas que me han saltado a la grupa y no he podido hacer otra cosa que galopar en esa dirección. Entiendo la fatiga de Rocinante al ser espoleado por unas razones de fuerza mayor a las que no puedes renunciar”. Y todo junto a un personaje, el Quijote, invencible no porque no le venzan, dice, sino porque nunca duda en volver a ponerse en pie para luchar. “Quijote jamás será derrotado aunque le ganen y esa es la historia del siglo XX: las revoluciones han sido por necesidad, invencibles por esos mismo”.
El fotógrafo nos interrumpe por una buena razón: ha escampado y es el momento idóneo para tomar fotos en el exterior. Dócil y obediente, Erri se enfunda su chubasquero amarillo y posa en el prado húmedo, donde distinguir el almendro, la mimosa o el limonero que suelen estar presentes en sus libros es como encontrarse con viejos amigos. Ahí están, tal y como los ha descrito, una parte tan fértil y permanente de su existencia como su fructífero tesón.
No tiene animales, bromea, porque “yo mismo soy suficiente animal”, y corre a enseñar la parte trasera de su casa en la que, entre las piedras que la ensamblan, algunas sobresalen para permitirle un circuito de escalada siempre a mano. “Aquí entreno todos los días”, cuenta. Su mirada se ilumina al hablar de la montaña y a ello llegaremos, porque antes aún quiere profundizar en su obsesión: las causas y las generaciones.
Los jóvenes, sostiene, no es que sean conformistas. Es que hoy forman una generación numéricamente insignificante. “Nosotros éramos mayoría en una sociedad salida de la guerra y que debía reconstruirse, ellos son pocos. Italia ahora es vieja, los jóvenes son escasos y además se van al extranjero. En esa situación de inferioridad no pueden hacer valer su fuerza de adultos”.
Al fin y al cabo, él se crio en la posguerra de un Nápoles que renacía del fascismo entre cascotes y hambre, del desembarco norteamericano y de una fisura moral que tan bien reflejó en El día antes de la felicidad. Su padre había hecho la guerra con la infantería alpina y ese fervor montañero estaba servido. Para él, la montaña es un encuentro y tiene su explicación.
Hemos vuelto a la cocina y Erri aviva el fuego. La leña está casi agotada y él sale de nuevo a recoger más troncos. Las paredes están llenas de maderas con figuras curiosas que ha ido atrapando en sus paseos, y es que este escritor es un continuo explorador. El alpinismo, cuenta, empezó cuando las exploraciones habían terminado, cuando el hombre había terminado de descubrir la tierra, de ponerla en mapas, y solo faltaba esclarecer la montaña. “Es el último párrafo de la geografía”, cuenta. “Los confines que la propia tierra ha establecido al amontonarse sobre sí misma”.
Cuando se adentra en la montaña, en esos confines perpetrados por la pulsión interna de la naturaleza, siente que al fin entra en un mundo sin propiedad privada, donde no hay que pedir permiso porque solo se obedece el trazo natural, donde solo queda la piedra, el reino mineral, y la civilización no ha llegado. “Es el lugar donde podemos ver cómo era el mundo antes de nosotros y cómo volverá a ser después de nosotros. Nuestra presencia es insignificante. Allí no estamos invitados, somos intrusos”. Es la justa proporción entre la vida y el tiempo, entre la persona y el planeta.
La montaña le permite además adentrarse en ese territorio ajeno para luego regresar a su mundo, la misma sensación que le regala, por cierto, la lectura bíblica que practica cada mañana antes de iniciar su jornada.
Tenía 30 años cuando una Biblia llegó a sus manos y este extraño rocinante de causas perdidas, revolucionario temprano e insurgente vitalicio se hizo adicto al Antiguo Testamento. Aún era albañil y le gustó precisamente porque no era literatura. “Vi que aquello no intentaba fascinar al lector, no buscaba que me identificara con un personaje, era otra historia”. Así, al disponerse a salir rumbo a Tanzania, donde iba como voluntario a trabajar en materia de agua, se llevó una gramática de hebreo antiguo, la lengua que fijó por primera vez la historia del monoteísmo. “No se sabe en qué lengua hablaba Dios, pero sí en qué lengua se verbalizó su historia, y me nació la curiosidad del explorador, de conocer la lengua en la que el monoteísmo logró imponerse en el Mediterráneo y cancelar a todos los dioses precedentes”.
En África fue aprendiendo hebreo antiguo además de suajili, la única lengua que ha aprendido para hablar. “Las demás las estudié para leer: el arameo, el yidis, el francés, el inglés… y el español para leer a Borges. Es el único escritor del siglo XX que es obligatorio. Los demás son optativos”. Sobre la mesa de la cocina luce abierto un libro de Chéjov en edición bilingüe rusa e italiana.
Y, sin embargo, en absoluto es creyente. “Soy leyente”, ríe. Y por mucho que aquella escritura no intentara atrapar y fascinar, a él le atrapó y le fascinó ese Dios bíblico que no quería ser representado, como todos los dioses griegos y mediterráneos de las religiones entonces en vigor, que tenían imágenes hasta para el dios desconocido. El Dios cristiano quería ser pensado, amado, dicho, sentido a través de la imaginación y el vocabulario. “Es una divinidad que habla, que dice, y esto fue una novedad en la historia. Las palabras permitían ponerse en contacto con él y entenderle. Y no solo comunicarse, sino también crear. Creaba a través de la palabra”.
El Dios que le fascinó intelectualmente quería además amor, la energía más potente de la humanidad, y había que amarle “con todo el corazón, con todo el aliento y con todas las fuerzas”. “Con todo menos con la cabeza, esta no contaba”. De Luca se crece al hablar de ese ser que, a partir de la palabra y el amor, derribó el politeísmo.
Palabras y amor. Para qué nos vamos a engañar. ¿Qué más se puede pedir? Su amor vive en Estados Unidos, pero ambos mantienen una relación muy cercana. Y sus palabras viven aquí más intensamente que el fuego que hace crepitar bajo sus tenazas. Retoma la tabla en la que escribe, que acaricia con sus manos, para describir cómo la escritura es para él una voz. “Mis historias son sobre todo una voz que está hablando, por eso mis frases no son nunca más largas que la respiración que dura leerlas. El punto llega cuando hay que volver a tomar aire. A veces abandono las historias, no planifico y no estoy obligado a encontrar un fin. Si viene, viene, y si no viene, pues no viene”.
No quiere definir su estilo porque no se reconoce en ninguno y en todo caso lo identifica con la condensación que permanece cuando el agua de las olas se ha retirado, los pozos se evaporan y entre las rocas queda la sal. “La escritura es lo que ha decantado el mar, lo que queda de una vida vivida, es la densidad, es la sal”. Si fuera una música, dice, sería un tambor. “Las sílabas caen según su propio ritmo”, cuenta mientras repiquetea con sus manos en las rodillas en una cadencia magnética.
Llega la hora de ir cerrando, de posar, y de cocinar. Erri de Luca dejó la albañilería y los trabajos físicos cuando, con más de 40 años, sus primeros libros publicados casi por casualidad se convirtieron en los más vendidos de Italia. Jamás pensó que aquello le pudiera interesar a nadie y que su vida, esponja de la última mitad del siglo XX y lo que va del XXI, se iba a convertir en materia prima de sus historias sencillas. De Luca es el niño de El día antes de la felicidad o Los peces no cierran los ojos. Es el viejo de Imposible. Es el insurgente de La palabra contraria. Y no es la Virgen de En el nombre de la madre, ironiza, porque él no ha podido vivir un embarazo. En todos —estos y otros muchos libros memorables— ha depositado tanta riqueza como sencillez. Y de todas las batallas que ha librado, las perdidas o las ganadas, ha vuelto a ponerse en pie. Si no como el Quijote, dice, como el Rocinante obediente que vuelve a cabalgar llevando a lomos sus principios a otra parte.
De Luca es un hombre sin hijos. Pero suele meter a niños en sus libros porque —asegura— aún tienen ante su vista todas las posibilidades abiertas, como una montaña con todas las rutas disponibles. A medida que avanza la vida, como en la escalada, se reducen hasta llegar a una sola. La suya, por fortuna, le sigue llevando lejos.
El viaje a su chimenea ha terminado, el ojo de la cerradura se ha cerrado. Y el fuego sigue vivo.
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