BALADRO
BALADRO
Hace dos minutos que diste la última vuelta en la cama. La diste lentamente, para no despertar a la persona que duerme a tu lado. Es la última vuelta, hace tan solo dos minutos. La última después de muchas.
No sabes si es el dichoso calor que parecía que ya se había ido. No sabes si es la mañana que te espera mañana en el trabajo. No sabes si es la discusión con aquella señora del parque y el perro a media tarde; o el dichoso potaje con garbanzos que ha preparado tu madre en la comida familiar.
Ya ha llegado el invierno -te ha dicho. El otoño, mamá. Después del verano llega el otoño.
El caso es que ahora estás con los ojos mirando lo negro de la oscuridad y con los oídos andas escudriñando la densidad de la habitación, y desde ella llegas a la del pasillo que te lleva hasta la cocina. Allí escuchas cómo la nevera apaga de repente su motor.
Bien -piensas-, ahora es el momento. Te dispones a dormir. Hace tiempo que no necesitas ninguna de tus estrategias para ello, pero hoy tratas de recordar la más eficaz. Quizá la de contar desde trece hacia atrás; o mejor la de acoplar canciones al ritmo de tu corazón. Prestas atención escuchándolo y te viene a la cabeza una canción horterísima. Te sorprendes sonriendo perdonándote.
Ya está. Estás cogiendo sueño. Lo notas y te dispones a abandonarte.
Ya casi está. Acabas de cerrar los ojos y las canciones se mezclan y se alejan apagándose. Y de repente:
La noche se rompe. Lanzas tu mano hacia el lado derecho, queriendo despertar a la persona que duerme junto a ti. No está. Estiras el brazo con la mano llegando al otro borde de la cama. ¡No está!. Te incorporas sentando tu cuerpo mientras tiemblas al ritmo desbocado de tu corazón. Con una mano agarras la sábana como si fuera el propio alma y, mientras miras buscándote en el silencio oscuro, con la otra mano tratas de tocar el cable de la lamparilla para recorrerlo y darle al interruptor. Tiras algo de la mesilla. Llevas entonces la mano hacia el interruptor de la pared y al presionarlo se enciende la luz.
Tus ojos quedan ciegos por un instante, pero enseguida, con el corazón trepidante aún, reconoces tu habitación, tu armario, la puerta que da al pasillo largo. Reconoces tu cama y en ella también el hueco de la persona que no está. La persona que no está desde hace semanas. No está porque se ha ido. Te ha dejado. Y mientras se va sosegando el físico, tu corazón se vuelve a romper y reconoces en el grito que te ha desvelado tu propia voz. La reconoces de nuevo.
Te dejas caer, con la mano agarrada a la sábana como si en ella te fuera el dolor. Te aprietas mano y sábana a tu pecho que duele, y mientras lloras, tu cuerpo va quedando dormido.
Tú no. Hace días. Semanas enteras que no puedes dormir. Se te ha roto un sueño, un proyecto, una inercia, un camino. Y con él parece que se te ha roto la vida.
Entre lágrimas comienzas a contar: Trece; Doce; Once...
Félix Albo (cuentacuentos y mucho más)
Traigo aquí un relato de mi amigo Félix que será del agrado de mis visitantes en este comienzo de casi todo. Ver más en: felix@narrantes.com
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