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ANA ROSSETTI...

ANA ROSSETTI...

 

 

Un relato de Ana Rossetti

Cuadernos de ARETUSA, ZARAGOZA 1990

 

HASTA MAÑANA, ELENA  I

 

            Una repentina ráfaga de aire deslizó con suavidad al telegrama por la mesa. Pero Elena no se inmutó. Su mirada permanecía fija en las cifras del calendario, y sólo cuando parecieron abrirse como flores de papel sumergidas en agua, parpadeó rápidamente para conjurar el llanto. No. No. No . Maldita sea, compórtate y no seas boba. De qué tienes miedo. Apenas hace tres días te jactabas de estar inmunizada por completo. Porque hacía tres días había ido a Madrid al médico y regresó muy orgullosa por haber bordeado la plaza de Olavide sin sentir la tentación de adentrarse  en el barrio, de pasar siquiera delante de la casa donde tan inútilmente se obstinó en ser feliz. De nuevo el aire hizo un par de alas con los visillos y el telegrama tembló hasta colocar ante  Elena su mensaje. Pero ella no aceptó la invitación. No era necesario leer un texto tan lacónico ”Hasta mañana, Elena”. Sí, así de sencillo: hasta mañana. Después de casi dos meses ¡qué cara dura! Hasta mañana, 12 de Agosto, sábado. Y el 15, la Paloma, fiesta. Pero ¿no estaba de camarero en una terraza? Se habrá aburrido ya, seguro, o lo habrán echado. Y ahora está sin un duro y viene a ver lo que saca. Pero, claro, por qué entonces iba a acordarse de ti. Mira, no empieces, mejor bajas al bar, lo llamas y lo mandas a hacer puñetas. Mejor metes en el bolso el cepillo de dientes, un libro de la Highsmith, un recambio de bragas y te encierras en el parador a pasar el “week-end”, hombre, y que lo reciba su abuela. Mejor te tomas un güisqui doble de momento y te calmas. Abrió nerviosamente el congelador. La bandeja estaba tan fría que se le pegó en la palma de la mano. Pedro, qué quieres ahora, déjame en paz, eres odioso, por qué me has hecho esperar tanto.

 

            Dame una tregua, había pedido ella, una tregua hasta septiembre. Se detuvo un momento en la puerta, un momento larguísimo esperando quizá que él le cerrase la retirada, que su abrazo los reconciliara hasta el asalto próximo, que la suavidad de su boca derribara todas sus defensas. Pero si ella estaba cansada de tantos malos rollos, él estaba harto de tenerla como perenne testigo de sus desastres. Con qué argumento podría retenerla si encima la envidiaba. En realidad, Pedro hubiera querido tener las agallas suficientes para abrirse y escapar de ese recinto cada vez más sofocante, cada vez más minúsculo, cada vez más agobiado de rencor. Pero fue ella quien despejó el armario y las repisas y en su aturullamiento hasta se llevó uno de sus calcetines de deporte dejándole la pareja descabalada. Dame una tregua. Pero él no se movió. Apretó los puños dentro de  los bolsillos y secretamente añadió una cruz a su lista de fracasos.

 

            El grifo del fregadero soltó su chorro blando, como un tallo, y los hielos crujieron dentro de la cuadrícula y de desgajaron con un imperceptible movimiento. Elena eligió el vaso con la boca más ancha y entró en la alacena para buscar la botella de Dewar’s. En el marco de la puerta se escalonaban muescas, nombres y cifras. Al lado de una de ellas se leía: Elena, 1982. Entonces tenía diecisiete años. Su cabeza aún coincidía con la marca. Sin duda a los diecisiete años había dejado de crecer. Por fuera, claro. Porque ese fue también el año en que dejó la casa de sus padres y se marchó a Madrid.

(Continuará)

1 comentario

Mariano Ibeas -

Tengo que agradecer a la editorial "Cuadernos de ARETUSA"__ especialmente a una de sus componentes__la oportunidad de ofrecer aquí unos textos muy poco difundidos en su momento; espero la benevolencia de las autoras y su generosidad para publicarlo; no he podido lograr, por ejemplo, el texto de Ana María Navales y estos textos son también un pequeño homenaje a su memoria.
Mariano Ibeas