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LA ESTUFA...

LA ESTUFA...

LA ESTUFA

La estufa presidía la actividad de la escuela en el invierno. Todos procurábamos acercarnos lo más posible  a su  calurosa presencia, maestra incluida. Sobre la estufa humeaba el vapor de las hojas de eucaliptus  sobre el agua hirviente de una olla… pero la mayor parte del tiempo estábamos lejos, la estufa no llegaba ni a templar siquiera el ambiente de la destartalada escuela unitaria;  la única manera de entrar en calor era la calle para correr.

Había que alimentar la estufa todos los días y quemaba troncos de encina que era una delicia. Los mayores debíamos procurar el combustible. El alguacil, a comienzos de temporada,  procuraba alimentar la leñera con una o dos cargas de leña… Se guardaba bajo las escaleras del campanario de la iglesia, justo enfrente de la escuela y antes de entrar,  en invierno, los mayores debíamos acarrear unos cuantos troncos para el día.

Hasta que se agotaba o era más sencillo robarlo de algún leñero vecino. Nadie se sentía culpable de eso, tampoco de los pequeños hurtos en las correrías que hacíamos por los campos de frutales  o los huertos.  Sólo había que evitar que nos pillasen. Se contaban muchas historias a propósito de ello, incluidos algunos episodios con tiros de sal o de mostacilla que alguien había recibido en las posaderas, pero los cazadores en el pueblo eran escasos, estaban muy ocupados  y el suceso nunca se demostró en la realidad.

Las otras actividades, las “labores” o las pequeñas tareas domésticas, las peleas, la búsqueda de nidos o las escaramuzas con las chicas sí eran moneda corriente antes o después de la tarea escolar.

No había servicios en la escuela y tradicionalmente ellas lo hacían detrás del horno y nosotros tras de la iglesia. Si alguien se saltaba o intentaba saltarse la norma, se chivaba a la maestra y el palo entraba en danza una vez más. Sin embargo, sí que había excepciones; algunas niñas más precoces o más “chicazos”  tomaban la iniciativa y cualquier juego, carrera o trepa a un árbol podía ser la ocasión para vislumbrar unas bragas. Alguien decía: “foto, foto” y esa advertencia era  suficiente para constatar el hecho. Años después, yo recordaba la famosa secuencia de Buñuel en la no menos famosa “cena de Tristana”, quizás nosotros, sin saberlo, no andábamos tan lejos. Sólo los mayores contaban de vez en cuando historias subidas de tono, pero en voz baja y procurando que los pequeños no se enterasen. El miedo a contarlo llevaba como consecuencia que no nos admitiesen en el círculo a los más pequeños.

Había sin embargo, otros castigos; no eran menores los que nos encontrábamos en casa cuando volvíamos con los zapatos o los pantalones rotos, los raspones, los chichones  y las heridas difíciles de disimular o las manchas de tinta o cáscara de nueces en las manos y en la ropa  o sobre todo, cuando las chicas contaban que habíamos querido propasarnos con ellas: sumaban  un castigo encima de otro.

Mariano Ibeas

 

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